miércoles, 28 de mayo de 2008

La milonga del charco de los viejos tiempos

Ahora que llueve me siento feliz, aunque odio mojarme los pies, no sé, será que me alegra que mi padre tenga la razón y sí, estoy condenada a ir al revés en la vida. Tal vez sea que no creo que las condenas no se reviertan con un poco de ingenio o un poco de pasión. Ha sido toda mi vida así y encanto a las personas así. De cualquier manera, como las hadas o como las serpientes. Lo cierto es que paró de llover y ahora hace frío y yo sigo feliz. ¿Será que algo me domestica?. O los años me pasan la renuncia a tanta incontrolable tontera de ir contra la corriente siempre. Quizás mi madre tenía la razón y finalmente soy más lunática que la luna o que las mareas de todos los meses que van cambiando su estacionalidad. Lo cierto es que una amiga me dijo que el día que dejara de pensar en ellos habría madurado. Odio esa palabra, la odio porque me parece vulgar, de jornada académica, escolar, cevequiana, scoutística, rígida, militar, fome. Como odio una serie de palabras más, adolescentes, que ahora no vienen al caso nombrar. Tal vez mi pulga tenía razón y las cosas se me olvidan fácilmente, pero las importantes no porque soy de convicciones rígidas, cuando finalmente, y después de vueltas, como de payaso de circo, diría, las tomo. Sospecho que va por ahí la felicidad de estos días. Ya no pienso en mi padre como antes. Ahora lo entiendo. Y me parezco a él. Soy como él. Un huésped que por estos días está de paseo me preguntó que de a dónde salía mi afición por las baratijas. Qué es eso, pregunté yo. Quería decirme antigüedades. No sé, me pareció en ese momento que hablaba ella, mi madre. Y yo, convencida, hablé como él, como mi padre y me defendí, o lo defendí a él, tan unido a sus cosas: sus radios antiguas, sus botellas de los años 50 o los muebles de su abuela que fueron desalojados sin pensar de la vieja casa en el campo que vendieron y donde pasamos algunos veranos gruñidos de mi madre. Ahora que llueve pienso más que nunca en esa casa y en esos muebles y en los muebles de mi casa ahora. En él y su calma para todo. Y en esos veranos cuando me dijo por primera vez princesa y yo me lo creí. Tenía 6 años y estábamos bajo un árbol, no sé si mirando un río y se puso a llover y me dijo, princesa, vamos a tener que entrar. Bueno, y no pasó nada más, nada como que yo me convirtiera en algo y me quedara bajo la lluvia y mi condición real o fantástica me salvara del resfrío seguro. Solo que entramos a la casa y él comenzó a llenar unas botellas con agua, porque en el campo la lluvia, por alguna razón, está asociada al corte de agua. Esas botellas eran impresionantes. Eran auténticamente reales. Y yo no pensé nada más que en ellas por un buen tiempo y que si fuera realmente princesa tendría que tener de esas muchas en mi palacio. Por eso, cuando volví a la Plaza de las antigüedades en Valparaíso, sin él, me compré una botella. Esa botella está puesta ahora sobre un mueble blanco normando en mi palacio de rosal.

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